jueves, 21 de febrero de 2013

Hermanas de Sangre

Marta era una chica alta, de ojos y cabellos castaños, de una piel blanca y fina y huesos más bien escuálidos. Su pasión todavía estaba por definir, pero sus padres se habían fijado, como todo el mundo que la conocía, que tenía un gran sentido de la imaginación a la hora de inventar historias. Ariadna era... alta, de ojos y cabellos castaños, de una piel blanca y fina y de huesos, bueno, más bien escuálidos. Las dos habían nacido el mismo día, tenían los mismos padres y la única diferencia que había entre ellas era alguna facción diferente, el carácter y, precisamente, sus pasiones. Había otra diferencia muy importante, pero mejor no aludirla ya que ni ellas mismas la sabían.

***
Recuerdo que fue más o menos a la edad de trece años cuando comencé a darme cuenta de las diferencias que marcaban que ella era Ariadna y que yo era Marta. Además de cómo éramos interiormente, había alguna cosa externa que también nos diferenciaba, y justo por estas fechas, no sabía qué, pero sabía de su existencia. Y creo que ella también se percató de ello.


De pequeñas nunca nos preguntamos el por qué de las cosas. A los trece años, como decía, comencé a preguntar dónde iba Ariadna aquellos largos veranos que pasaba sin ella. Por qué no me dejaban jugar con ella ni verla i por qué la apartaban de mi lado cuando la necesitaba para inventarme aquellas absurdas pero divertidas historias. Ella era mi actriz favorita. Comencé a preguntar sobre aquellos periodos en los que me encerraban en la habitación, me dormían y despertaba unas semanas más tarde, sin saber qué había pasado durante todo aquél tiempo.

Lo que más extraño me parecía no era que se fuera, sino el estado en que volvía: desvalida y sin ganas, obviamente, de ser ninguna princesa ni reina de aquellos castillos que, según yo, necesitaban ser gobernados. Recuerdo con tristeza aquella angustia que pasaba cuando le cogía aquella tos repentina y aquél malestar que le duraba toda la noche. Y yo, muchas veces, me encogía bajo las sábanas deseando dormirme lo más rápido posible y olvidarme de todo.

Aún así, nunca supe ver hasta el final que ella nunca podría tener una vida normal, la vida que nuestros padres sólo esperaban para mí. ¿Por qué? Quizás ella lo sabía todo, pero, ¿por qué no me lo explicaba nunca? Era mi mejor amiga, ¡mi hermana! ¿Por qué no confiaba en mí, como yo en ella?

Los años fueron pasando como siempre. Hubo una época - hacia los dieciséis años - que dejé de formularme preguntas de las que sabía no obtendría respuesta. Ella se iba, a mí me encerraban en la habitación y, cuando todo pasaba, volvíamos a estar todo el rato juntas: paseando, tranquilizándola cuando le daban esos arranques de pánico, de rabia, de angustia... ¿qué pasaba? ¿Sería así toda la vida...?

Periódicamente iba al médico, acompañada de mi madre. Siempre había sido así y nunca lo había visto extraño. De repente, dejé de ir. Los tres años posteriores a los dieciséis trascurrieron diferentes; Ariadna no se iba en verano, a mi no me encerraban en la habitación y ella no tuvo aquellos trastornos angustiosos por las noches. Todo fue mejor que perfecto. Durante ese verano, en el que teníamos diecinueve, nos fuimos de vacaciones las dos solas, y lo aprovechamos lo mejor que pudimos.

Uno de los días de vacaciones, estando en la playa, tuvimos una conversación un poco escalofriante, a la que en ese momento no di importancia:

-Marta - me dijo en tono nostálgico.
-Dime... - cerraba los ojos, el sol bronceaba nuestras pieles y a veces quemaba.
-¿Crees que esto no acabará nunca?
-¿Cómo dices? - levanté la cabeza, intentando abrir los ojos aunque el sol cegara. Quería ver la cara de Ari, porque no entendía lo que quería decir con eso y despertó mi intriga.
-No sé... ¿crees que podremos estar juntas para siempre?
-¡Por supuesto!... ¿Por qué no?
-Quizás algún día me marcho.
-Como todos, mujer... ¡pero eso pasará de aquí a unos cuantos años! - más tranquila me tumbé de nuevo, pero notaba que ella estaba nerviosa. Comencé a toser de mala manera. Bebí un poco de agua y parecía que se iba a pasar, pero me vino un ataque más grande y no podía parar de toser hasta el punto de salir sangre. ¿Sangre? Me mareé. Mi corazón latía descontrolado, cogí la mano de Ariadna y la apreté hasta el punto de hacerle daño. Noté su estremecimiento del dolor. Finalmente me desmayé, sin esperar que nadie viniera por mí, sin pensar en nada que no fuera que dejaría de verla, a la persona más importante de mi vida.

Cuando intentaba abrir los ojos, vi una silueta que no podía distinguir por el contraste con el sol que rociaba la ventana. Se giró y vino hacia mí ya que había visto que despertaba: era Ariadna. Me explicó cuánto tiempo había estado allí, en el hospital donde tantas veces había ido con mamá y donde hacía unos años que no había ido. Vino el doctor de siempre y nuestra madre. Allí estaba otra vez, pisando ese suelo limpio de microbios y lleno de gente enferma... ¿enferma? Pregunté qué me pasaba, por qué me vino ese ataque de tos que provocó que acabase en el hospital. Nuestra madre miró al médico y suspiró. Cogió a Ariadna para llevársela pero insistí en que se quedara conmigo.

-Verás Marta... - comenzó el médico. Estaba intranquilo, iba a decir algo importante. - En el momento en el que naciste vimos que no tenías fuerzas para vivir, tu organismo no respondía correctamente y tampoco habías creado defensas suficientes para llevar una vida normal. Casi no hubieras tenido vida. Ariadna... no es tu hermana de sangre. Cogimos tu ADN y lo copiamos exactamente como era, pero perfeccionado. Cada verano se le retiran las defensas a Ariadna para dártelas a ti y en los periodos en los que duermes, hacemos la operación. Como habrás observado, hace unos tres años y medio que no tienes visitas, que no te encierran y que ella no está fuera en verano. Pensamos que ya estabas curada, que ya no había ningún problema y que, como un milagro, lo habías superado. Ese ataque que te dio, es debido a un simple resfriado, pero que sin defensas se transforma en algo más grave. Ariadna se tiene que someter a un proceso final, te tiene que dar algunos órganos y eso le costará la vida.

No supe qué contestar a aquello. Me quedé perpleja mirando al frente, justamente donde se hallaba la televisión apagada, y el doctor salió de la estancia cabizbajo, víctima del sufrimiento de informar de un destino fatal a sus pacientes. ¿Perdón? ¿Alguna de las dos tenemos que morir forzosamente? Me hubiera gustado pensar que todo aquello de los veranos era porque simplemente nuestros padres lo querían así, o para que así no estuviéramos tanto tiempo jugando... pero esto no. ¿Qué haré sin Ariadna? No tiene sentido que ella muera por mi culpa, no tiene sentido que me quede sin ella para vivir si la única razón que tengo para vivir es ella. ¿No lo podía impedir?

No había nadie en la estancia. Me levanté como pude y cogí un papel y bolígrafo de un armario lleno de cosas de mamá. Me di cuenta de dónde provenía la poca vida que me quedaba y acabé con ella, con la vida que no me merecía, con la vida que me había estado dando Ariadna durante tanto tiempo. Saqué fuerzas de donde puede y arranqué el enchufe dejando ir el último suspiro y provocando la caída del bolígrafo, del pape y de mi cuerpo inerte.
***
Ariadna llegó a la habitación de Marta y no la encontró en la cama. Dejó caer la bandeja con la cena y rodeó la cama deshecha. Se fijó en la máquina que no funcionaba y observó el cabello castaño de Marta extendido en el suelo. No supo reaccionar, y sin pensar resiguió con los ojos su cuerpo, su brazo, su mano... y, en la punta de sus dedos, un bolígrafo con un papel un poco más lejos. Lo cogió , lo leyó y comenzó a llorar:


Ariadna, ahora entiendo aquél final que temías. Sabías todo esto y aún así no me lo explicaste. No puedo quitarte la vida. No puedo quedármela para mí sabiendo que tú eres quien la puedes aprovechar más que yo. Te quiero mucho, pero no puedo vivir a tu consta. Yo siempre sentí que éramos y somos hermanas de sangre. O contigo, o sin ti. Siempre fue así y siempre lo será.

Lo dobló, se arrodilló y acarició la mejilla de Marta, recordando todo lo que habían pasado y superado juntas y viendo cómo ese final había llegado demasiado pronto. Y qué daño hacía este final. Salió de la habitación intentando no ser vista y esa fue la última vez que los padres vieron a sus hijas.

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